Grant Wood. Autorretrato |
Este cuadro tiene su residencia permanente en el Art Institute de Chicago y está considerado como una obra maestra de la pintura estadounidense. El autor desgraciadamente tuvo una vida abreviada. Nacido en 1891 en Iowa, pasó varios años en Francia, Italia y Alemania, estudiando, entre otros, a Brueghel el Viejo, Jan van Eyck y Hans Memling, clásicos flamígeros del siglo XV y XVI, o a los italianos Giotto y Piero della Francesca, o a los impresionistas y postimpresionistas franceses, como Cézanne o Seurat.
Tras una pobre acogida de su obra en París en 1926, Wood decidió poner punto y final a su aventura europea, y, aunque en 1928 regresaría a Alemania para ayudar en la elaboración de unas vidrieras en el estudio Emil Frei, su época bohemia ya había quedado casi en el olvido. Fue precisamente, al regresar de Alemania, cuando, una imagen, el bordado en el mandil de su madre, le hizo darse cuenta. Se había pasado la mitad de su vida buscando la respuesta en el extranjero cuando la tenía en Iowa.
A ese gusto por lo mundano en el Medio Oeste rural, alimentado bajo la terrible escasez de la Gran Depresión, y por la apreciación del día a día de sus gentes, ha venido a llamarse American Regionalism, regionalismo americano, un movimiento en el que también participaron otros autores. Thomas Hart Benton (1889-1975) y John Stewart Curry (1897-1946) son los otros dos grandes en esta tríada.
Dos personajes, una mujer de treinta y dos años y un hombre que prácticamente le dobla la edad, son los protagonistas de American Gothic. Ella es rubia y cuellilarga. Está firme y seria, casi que se la nota incómoda. Lleva un camafeo, pertenece a su madre, Grant se lo regaló a Hattie, así se llama la madre. Nan, la hermana, también lleva el mandil de la madre. Grant quería que su madre fuera la modelo, pero dado que la madre tendría que pasar muchas horas de pie, decidió que era mejor que posara su hermana. El hombre tampoco sonríe y tal vez parezca aún más serio que la mujer. En la mano derecha sostiene una horca con tres dientes de hierro. Lleva gafas, y un mono descolorido que cubre con una chaqueta negra abierta. Aunque se conocen, no se miran. Quizás estuvieran pendientes de las instrucciones del artista u ocupados enjuiciándolo o intentando abstraerse de lo absurdo de la situación. El caballero en cuestión es el dentista del pintor, un hombre del que siempre admiró la fuerza de sus manos. De fondo, una casa de labranza de finales de siglo XIX, perteneciente al estilo de lo que se conoce por Carpenter Gothic (gótico del carpintero), con una ventana ojival, de ahí que la obra se haya titulado gótico, tapada con una cortina adquirida en los almacenes Sears, una especie de Corte Inglés.
El hecho de que las cortinas oculten la presencia de lo que está sucediendo en el interior de la casa hace al cuadro desasosegante. La verticalidad de las lineas, pronunciada a través de la horca, la rigidez de los personajes, la tirantez de sus cuellos, el arco apuntado, la pesadez de las ropas, todo, contribuyen a dar una grave solemnidad a la escena, una escena que para repelernos aún más, el autor ha decidido resaltar con la falta de volumen. Las figuras son planas, y es con el color, con lo que Wood nos trae las gradaciones. Es como si un Hummer les hubiera pasado por encima, convirtiéndolos más en personajes de cómic que en seres de carne y hueso.
Pero con todo y con eso Wood quedó tercero en el concurso convocado por la misma institución en la que el cuadro vive perennemente. El Instituto de Arte de Chicago. Aunque, por supuesto, siempre surgen detractores. Parece ser que una mujer encontró su cuadro de muy mal gusto, grotesco y una mofa del mundo rural del Medio Oeste, amenazándolo con morderle una oreja. También existían los puristas, los que aducían que una horca de tres dientes era, simplemente, inadmisible. Cuatro, cuatro era la proporción correcta. Otra crítica a la que el autor tuvo que hacer frente fue a la elección de los modelos. Decidió que la pareja retratada sería un matrimonio. Pero cambió de idea, haciendo que, de marido y mujer, pasaran a ser padre e hija. La disparidad generacional a muchos les había parecido una aberración, de ahí que se viera forzado a cambiar su interpretación, aunque también hay que decir que, en parte, cedió a las presiones de Nan, a la que tampoco le hacía mucha gracia que esta identificación, la de ser esposa de un hombre tan mayor, quedara para la posteridad.
No cabe duda de que Wood, además de crear otras piezas que me chirrían, estoy pensando en la que se conoce como Daughters of the Revolution, (Hijas de la Revolución), tenía talento. Solo hay que fijarse en Vegetable Garden de 1924, The Spotted Man, también de 1924, Death on the Ridge Road de 1935 o Sultry Night de 1937 para atestiguarlo. Esta última, una de mis favoritas, le costó muchos quebraderos de cabeza. En ella aparece un hombre de frente y desnudo, echándose por encima el agua de un cubo. Ni que decir tiene que fue prohibida por considerársela pornográfica. Esto condenó al artista a una etapa de secano. Las desgracias no vienen solas, y esta vez se manifestaron en forma de investigación llevada a cabo por la revista Time, la cual tenía, parece ser, un enorme interés por desvelar los asuntos privados del autor, en concreto su homosexualidad. Con la esperanza de que pudiera dar esquinazo a la opinión pública, se casó con una cantante de ópera para divorciarse años después. Hastiado, ese acoso tal vez lo volvió olvidadizo, dejó declaraciones de Hacienda sin hacer, con la consiguiente persecución del Fisco. Y la guinda, claro estaba. La Universidad de Iowa, sabedora del dato y dudosa de la longevidad del regionalismo americano, le invitó a que dejara su plaza de profesor.
Entonces, una vez reconocido que a Wood le sobraba talento, ¿por qué muchas veces decidía presentarnos personajes y escenas tan planas, tan, admitámoslo, aburridas? Su decisión no deja dudas: Wood, perfecto conocedor de la tierra y de las gentes de Iowa, consideraba la solemnidad del espíritu del Medio Oeste, del American Gothic, aburrida. El dentista, aburrido. Y su hermana, sintiéndolo mucho, también. Su interés no era criticar lo que veía, sino exponerlo con el mayor grado de objetividad posible. Tan estilizada, depurada y transparente dejaba la evidencia, casi que lo convertía en un caso de hiperrealismo, que, de natural, más bien parecía que se mofaba.
Y para la parodia de verdad también reservaba el mismo efecto. No hace falta más que una visita a las Daughters of the Revolution para constatarlo. Solo cuando a Wood realmente le interesaba lo que veía, cuando sentía respeto y dignidad por el objeto o apreciación por el sujeto, lo envolvía con la maravillosa paleta de sus colores o lo abombaba con la sinuosidad de sus imponentes curvas.
Si Nan hubiera sabido que su hermano la consideraba un muermo, lo mismo le hubiera dicho que se pusiera en remojo y que se buscara a otra modelo. ¿No les parece?
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