Y hablando de parcelas. La casita, que no sea adosada, con terrenito tupido de hierba que, aproximadamente requiera mantenerse una vez por semana, excepto los meses de invierno, en los estados más fríos el césped desaparece bajo la nieve, constituye el sueño americano.
Esta fusión entre belleza y posesión, este indicador del estatus social precisa de una atención a veces enmoquetada con un prado sintético que puede alcanzar, en zonas como California, temperaturas superiores a la del asfalto.
No importa la carencia de agua en algunas zonas. Los que tienen gustosamente siguen pagando las multas con tal de exhibir su vanidad y desdén. Tampoco importa que las especies autóctonas estén desapareciendo a marchas forzadas, y mucho menos, que la cuadrilla de mejicanos ilegales a los que se les paga, lógicamente lo mínimo y bajo cuerda, tenga que lidiar con los pesticidas que prometen un césped ejemplar.
Aquí hay algo en juego, estamos ante una competición, incluso entre la clase media y los desposeídos, por ver quién es el que más tiene. Y casi que no importa que se viva en un tráiler, en uno de esos campings habilitados para los desahuciados. El que más o el que menos le habrá hecho la manicura a su terruño. Algunos se la hacen ellos mismos y no es raro encontrarlos subidos en su contaminante segadora, una versión actualizada del llanero o llanera, que también las hay, solitario. A lomos de sus tractores mecanizados experimentan una delicia infinita, el disfrute de unas horas de soledad antes de regresar a la jauría que les espera en casa.
Poco o nada les importa que el ruido sea ensordecedor, deben cubrirse los oídos con potentes auriculares si no quieren terminar sordos, o que su larga monotonía, pues la más mínima hebra debe quedar erradicada, enerve al resto de la vecindad. Al fin y al cabo todos se han puesto de acuerdo para el terrible ensayo, aunque no haya coordinación, eso sí.
Pasar desapercibido es lo peor que se puede hacer, por eso, si uno no puede pagarle el spa al césped, se da por sentado que el propietario lo mimará, porque, si no lo hace, si no está pendiente, un solo descuido y el error podría volcarle toda la furia contaminada de los vecinos y del ayuntamiento, (lo sé de buena tinta porque pertenezco a ese grupo de libertarios en lo que al césped se refiere y por la notificación del ayuntamiento reconociendo, que no aprobando, esta tradición). La nota era una tarjeta de visita, aunque en una llamada telefónica posterior, el representante argumentaba que algunos vecinos se habían quejado, más que nada por la desincronización de las hebras, afeaba el barrio, devaluando así el precio de sus inmuebles.
Como hacerse notar es su buque insignia, no tengo más remedio que deducir que los que venden silenciadores en Estados Unidos no se comen dos roscos. Los que sí comen, y mucho, son las petroleras, que engullen las tripas de estas máquinas a ritmo de claqué.
Pero las segadoras no actúan solas. Unos manguitos de metal, no sé si para retirar o succionar hojas, los acompañan. Son ruidos que pertenecen a las dos especies: contaminación acústica y ambiental, pero esos, no están penados. Los intransigentes, los que luchan por atrapar el canto de un pájaro, el roce de una hoja en la hierba o la imperfecta exuberancia del prado, son los locos. Aquí, las libertades campean, pero al césped, ni tocarlo.
Y es que, aunque no dudo de las buenas intenciones de Andrew Jackson Downing, al famoso horticultor, diseñador paisajista y escritor estadounidense se le ocurrió, supongo que por influencia inglesa, que, los jardines, eran imprescindibles para ensalzar el orgullo y la buena conducta de sus dueños, dotándolos, mediante su mantenimiento, de mayor felicidad.
Parece que fue al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando las ideas de Jackson Downing se filtraron entre la clase media. De vuelta a casa, agobiados y extenuados, los soldados no se hacían en un piso, quizás su estrechez les recordara la de los barracones, además, querían una familia, y, después de lo que habían pasado, ¿quién podía negárselo?
Y este uso y abuso de la mecánica, sucede tanto en zonas urbanas como en las rurales, a las que, muchas veces, también hay que añadir vuelos de avionetas fumigadoras y otras pestes. En una palabra: la escapatoria, idílica.
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