Y ya que se respira el ambiente navideño, una de celebraciones. La América de mediados del siglo diecinueve, cuando en las mesas de la clase media no podía faltar el pavo bañado en una salsa marrón hecha con la sustancia del animal. Tampoco se echaba en falta el famoso relleno, básicamente unas migas de pan con especias, patatas, y un pudding de ciruela. Pero la presencia del pavo y demás guarniciones no las puso en la mesa ningún americano, sino que fuera Charles Dickens el que, con su Cuento de Navidad, allá por 1843, los impusiera. Un pavo y no un ganso era el pájaro a desplumar. Fue en Nueva Inglaterra donde la historia de Ebenezer Scrooge y la familia Cratchit debió calar más hondo, quizás por la presencia de Dickens en esta zona el año anterior.
Tras la Guerra de Secesión, el pobre pavo comenzó a usarse como aglutinante para reconstruir la maltrecha sociedad estadounidense. Había que encontrar una zona neutral en cada casa. Qué mejor que una tradición inglesa que llevarse a la boca. El pavo también prestó servicios con la llegada de inmigrantes, recordándoles que la americanidad estaba en sus adentros.
Hoy por hoy, muchos no saben que hacer con el pavo, y las mesas, sobre todo las más acomodadas, lo han embuchado en la festividad de Acción de Gracias, tratando de diferenciarse de las mesas con menor despliegue culinario con presupuesto más ajustado. Pero para el tradicional, el pavo y el pastel de ciruela, de rigor.
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