Hace unos días, en la Feria del Libro de Miami, asistí a la presentación virtual del libro La madre de Frankestein, de Almudena Grandes. La autora novela la vida de Aurora Rodríguez Carballeira, una mujer dotada de una inteligencia excepcional que saltó a los periódicos por asesinar a su hija, también de inteligencia prodigiosa, en 1933. Su reclusión primero en la cárcel de Ventas y, después en Ciempozuelos hasta 1955, año en el que falleció, me han recordado la vida de otra mujer que, aunque no tenía intención de matar a nadie, de sus manos salieron unos cincuenta fallecimientos. La malhadada Mary Mallon.
Mary salió de Irlanda hacia las Américas atraída, como otros tantos, por mejorar en la vida. Momentáneamente lo consiguió, colocándose de cocinera en unas cuantas casas adineradas de Nueva York de las que siempre acababa huyendo, ya que alguien de la familia a la que servía sus preparados, su helado de melocotón era su plato estrella, al poco de entrar a su servicio, o se ponía enfermo, o fallecía. Así estuvo siete años de casa en casa, de 1900 a 1907, sin poder explicarse el misterio y la desgracia que la seguían.
Hasta que al señor Thompson, temiendo no poder alquilar la casa porque, ese verano, la hija del señor Warren, el último inquilino, había perdido a su hija con Mallon al frente de la cocina, se le ocurrió contratar los servicios de George Soper, un investigador experto en salud, lo que hoy llamaríamos un epidemiólogo, que, finalmente, dio con Mallon. Mary era portadora asintomática del tifus. Ella nunca contrajo la enfermedad pero, desgraciadamente, sus manos, poco amigas del agua y jabón, y sin vacunas de por medio, eran letales.
Las autoridades de Nueva York la confinaron a North Brother Island, una isla que hoy es santuario para aves y área protegida que no se puede visitar, pero que por aquel entonces servía para retirar de la circulación a todos aquellos que sufrieran de algún tipo de peste.
Tras casi tres años de cuarentena, la presión de Mary amenazando con llevarlos a los tribunales y la mano del señor Hearst, propietario del periódico The New York American que fue el primero en divulgar la noticia en junio de 1909, Mary Mallon salió a la calle con la promesa de que nunca volvería a la cocina. Durante algún tiempo Mary cumplió el trato. Estuvo trabajando en lavanderías, pero el sueldo y el prestigio de una cocinera superaba con creces el de la limpiadora. Imposible no recaer. Mary regresó al confinamiento para nunca salir. Ya sin el apoyo económico de Hearst que se había involucrado personalmente en su caso facilitándole sin ningún costo asistencia legal, y con la opinión pública en su contra, ya que en su indulto se le había ocurrido trabajar de cocinera en un hospital, a Mary solo le quedaba resignarse a su destino.
Si hubiera seguido las indicaciones de Eugene H. Porter, inspector de salud del estado de Nueva York, probablemente Mary, a la que los hombres de Hearst apodaban Mary Tifoidea, hubiera podido vadear su suerte. Y si alguien le hubiera dicho que las bacterias se conservan en frío, y que mejor que se ahorrara el helado con melocotón, seguramente hubiera podido continuar en la cocina.
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