Una de esas novedades no tiene balda, sino que descansa en una de las numerosas mesitas que salpican los pasillos. Hay que bajar los ojos un poco para dar con ella pero el letrero que la anuncia como clásico nos orienta.
Se trata de Common Sense, Sentido común, obra de Thomas Paine. Hijo de cuáquero y de madre anglicana, Paine desembarcó en Filadelfia a los treinta y siete, con cartas de recomendación escritas por el mismísimo Benjamin Franklin.
Algunos nombres bastante relevantes de la historia estadounidense, el de Jefferson entre ellos, admitieron el gran servicio que Paine había prestado a la causa americana y a la humanidad. Y, sin embargo, Paine siempre tuvo más detractores que simpatizantes. Probablemente porque se atrevía a llamar al pan, pan y al vino, vino y quería que la honestidad de su mensaje llegara a todos por igual.
Paine era un devoto defensor de la verdad y la razón. Lo mismo levantaba la voz para defender los derechos de las mujeres, que se manifestaba en contra de la esclavitud o de los duelos. Alexander Hamilton, secretario del Tesoro, fue una de los muchas víctimas de esta práctica. Con la misma virulencia con la que se oponía a la monarquía (aunque en Francia contempló con horror que la desaparición de esta no traía la anhelada razón), criticaba los abusos del poder político.
Probablemente fuera su Edad de la razón, libro que comenzara a escribir en 1793 mientras estaba encarcelado en París, un análisis del mundo de la religión, el que le diera la puntilla. Paine tuvo la osadía de arremeter contra la Biblia tachándola de cruel, (Paine también reconocía que en su lectura se podía encontrar algo de valor), para reemplazarla con otra creencia, el culto a su propio dios, un Dios de la Naturaleza.
Por obra y gracia de las Iglesias y los poderes pertientes, (incluso el presidente Washington, mucho más hábil en el delicado arte de doblar lo que se piensa, temeroso de que su imagen pudiera ennegrecer la suya, le dio la espalda), Paine murió vituperado y en la ruina, aunque con plena conciencia de que la razón estaba por encima de la religión, pero por debajo de la Ley.