La ejecución es todo. Solo basta una visita a esos foros de emprendedores donde criaturas imberbes declaran tener ideas que no se arriesgan a compartir por miedo a que se las roben. Los más corridos en la materia ya se lo advierten a estos cuasiembrones: ideas, todas las que quieras. Lo difícil es ponerlas en marcha.
Madoff, por ejemplo, tuvo problemas en ejecutar porque le salió su Harry Markopolos, una especie de Eliot Ness que se encargó de echarle el guante, aunque no sin esfuerzo, ya que la Comisión de Bolsa y Valores no le hacía ni caso, como él mismo señala en su libro No One would Listen, (Nadie quiso escuchar).
El desaparecido Roger Mark Boisjoly, el ingeniero que intentó parar el lanzamiento del Challenger en 1986 y evitar así el desastre, también experimentó esa dejadez tan humana, tan nuestra. Boisjoly intentó ejecutar, pero no lo creyeron. O quizás lo creyeron, pero ya había muchos intereses de por medio: prestigio, presión... tal vez una agria mezcla. A menor escala en el día a día esa impasibilidad se pinta con diferentes caras. El sábado, sin ir más lejos, mi esposo y yo tuvimos ocasión de paladear un churretón de esa indiferencia.
Hace unos tres o cuatro días que en el buzón de casa, sí, los típicos americanos que tienen una varilla roja de metal que, cuando está en lo alto llama al cartero para que se lleve el correo que le guardamos, recibimos un cartelón anunciando una subasta de objetos de arte. Qué alegría. Por fin nos traían algo que proporcionaba placer a los sentidos y que, finalmente, no era una loncha de bacon a la barbacoa, a menos que a alguno de los grandes maestros que nos visitaba le hubiera dado por plasmarla en el lienzo, que nunca se sabía.
Desgraciadamente en esta casa las alegrías nos duran poco y, como somos de temperamento precavido, mi marido me llama pesimista, creo que tiene razón, enseguida nos pusimos a analizar el cartel. Haz y envés.
Análisis tipográfico. ¿Por qué todo estaba escrito en mayúsculas? ¿Por qué tanto subrayado anunciando que contaban con obras de arte nada más ni nada menos que de Pissarro, Manet, Monet, Chagall, Dalí y un largo etcétera? ¿Y por qué recalcaban con tanto ahínco que las obras de arte iban firmadas por el artista y que tenían documentos para probarlo? Eso sí. El anuncio se curaba muy mucho en decir quién era el artista o los artistas que habían firmado la obra. Lo mismo fue Paul, el gasolinero de la Texaco que, con toda seguridad, poco o nada tenía nada que ver con los artistas mencionados anteriormente. Y la definitiva. ¿Por qué este pueblo era el elegido, cuando Sotheby estaba a tiro de piedra?
La inevitable googlada y bingo. La dirección del remitente: una clínica dental. En los foros había voces admitiendo haber sido víctima de un subastador de unos ochenta años, de Nueva Jersey, que, como el del cartelón, (este resultó ser un hombre de unos cuarenta años, gordo y de voz rota de tanto mentir), declaraba que la liquidación de los bienes respondía a una sentencia de divorcio. Cuánto divorcio y amor al arte hay en Nueva Jersey!
Llamamos al Elks Lodge, Orden Benevolente y Protectora de los Ciervos, así se llama la organización que había prestado, mejor dicho alquilado, su local a este timador. Esta fraternidad se toma muy en serio lo de mentir, pero parece que solo entre ellos. Deduzco que el subastador nunca perteneció al club o bien fuera expulsado.
El teléfono lo cogió el camarero que atendía la barra. Aun así le dejamos con la advertencia.
La policía fue el siguiente paso. Tomaron nuestros datos y un lo notificaré a mi superior nos despidió. Como no existe el libre albedrío y lo íbamos a hacer igual, allá que te fuimos. Eso sí. Para darle gusto al destino, íbamos pertrechados hasta los dientes de pequeños papelitos adhesivos arrancados de un bloc minúsculo en los que anotamos esta subasta es una estafa para alertar y ser posible disuadir a los posibles compradores.
Llegamos tarde. La subasta había comenzado. Afortunadamente no había muchos interesados en pujar por los bienes de los divorciados, pero el hecho de encontrarnos unos cuantos en la sala, casi todos gente mayor, a ellos suelen ir dedicadas estas fechorías, nos encorajinó aún más.
¿Qué hacer? ¿Entrar? ¿Quedarnos a la puerta con el fin de no ser descubiertos? ¿Colarnos uno de nosotros y pretender que éramos un comprador más? ¿Quizás elegir, de entre los que aún iban llegando, a uno, tal vez dos, para que repartieran las notificaciones?
Pero como bien sabemos, el mundo nunca da facilidades para abortar maldades. El subastador, aquel encantador de serpientes, qué manejo de la Gemología, en especial el jaspe, iba con sus cómplices, otros pujadores de hombros anchos y presencia intimidatoria que también hacían las veces de transportistas y que supongo servían para convencer a algún vejete en caso de que quisiera dar marcha atrás. Identificamos un par de ellos pero, como en el oeste, no sabíamos de cuántos hombres estábamos hablando.
Supongo que al lector le gustaría saber cuál fue el desenlace, pero esto es solo una idea. Aquí, lo que de verdad importa, es su ejecución.