Recuerdo que, hace años, tuve un catarro bastante considerable. Era de madrugada, serían más allá de las tres cuando, un ataque de tos, me puso en pie. Ni que decir tiene que, a esas horas, uno es poco menos, al menos en mi caso, que un zombi.
Mi esposo, que todavía andaba trasteando, es un trasnochador innato, en sus ganas de ayudar y supongo que irritado con la sonora intromisión, se le fue la mano con la dosis del jarabito, sirviéndome un extra de dextrometorfano. Debo decir que la tos accedió a marcharse, aunque no recuerdo si fue momentáneamente. Lo que sí recuerdo fue el efecto del medicamento. En el aseo, frente al espejo, me pareció que el cuerpo había ensanchado. La cabeza la veía por lo menos tres veces más grande que la de Marge Simpson, pelo incluido, con ojos a lo Peter Lorre en La Bestia con cinco dedos. La visión atroz me mandó a la cama.
Había tenido una alucinación.
Y esto viene a cuento porque parece que, mientras una parte de Estados Unidos se derrite bajo la heroína, también asistimos a un renacer de las drogas espirituales, sobre todo de la ayahuasca. Utilizada a manera de brebaje por los pueblos del Amazonas es un potente alucinógeno que arranca, según sus practicantes, un poderoso encuentro con uno mismo. Eso sí. Acceder a este nivel de conocimiento es costoso para el bolsillo. Las sesiones grupales rondan unos 500 dólares, (precio que varía según el estado). Y el cuerpo tampoco se va de rositas, ya que hay que someterlo a una cadena de vómitos (un cubo por participante va incluido en el costo) y visiones en las que el ayahuasquero se ve morir antes de alcanzar ese estado de suprema felicidad en el autoreconocimiento.
Me parece una desgracia que, para experimentar, llegar a la naturaleza de uno mismo, haya que pagar un dineral por ponerse malísimo, y, que, por si fuera poco, encima el éxito de la empresa no esté garantizado. No contento con esto el practicante tiene que someterse a un ritual de limpieza la semana previa a la ingesta del preciado té. La dieta excluye, lo han adivinado, alcohol, café, carnes, pescados, azúcares y la sal. Digo yo que será para compensar la broma.
La actividad no está hecha para todos. Por ejemplo, los que tienen la presión arterial alta o están tomando antidepresivos deberían evitarla a toda costa. A veces puede haber diarrea o palpitaciones. En casos extremos se han dado fallecimientos. Por eso, si uno se va a tirar al cubo, es altamente recomendable ponerse en manos de un experto. Un facilitador o chamán que mezcle las cantidades adecuadas de datura (otra planta) en la ayahuasca. El té, sobre todo en la fase inicial, activa la agresividad del que lo bebe (tal vez en parte se deba al tufo y al sabor fermentado, poco atractivos). Un facilitador, preferiblemente con conocimientos de artes marciales por si a alguien se le suben los malos modos, no parece mala idea.
Pocos laboratorios, interesados en las posibles propiedades terapéuticas de la planta, han comenzado a trabajar con voluntarios que sufren de depresión. Pero los exiguos resultados no son nada concluyentes. Y ya sabemos el milagro que salta cuando una sustancia llega a manos de las farmacéuticas...
La abuela está de moda. De momento es un negocio boyante. Ilegal, por supuesto. Los hippies de la costa Oeste la utilizan, también los yuppies en el Este. La gente, sobre todo los con dinero, está intranquila, insegura, aburrida... La genealogía tira y reconforta, no cabe duda. Y si encima es la abuela...