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domingo, 24 de abril de 2022

¿Osito de peluche?

Si la famosa cacería que Andrew Carnegie, el famoso magnate, le costeara a su admiradísimo presidente, Teddy Roosevelt, ya me hiciera un nudo en la garganta, el caso Dora Clark, también bajo vigilancia del mismo Roosevelt, aunque esta vez desempeñándose como comisario general de policía años antes de ocupar la presidencia, lo he sentido patadón en la espinilla. Más que nada por el pobre de Stephen Crane, el malhadado escritor que comenzó siendo amigo del Osito de peluche, y terminó huyendo del país porque el Osito se lo quería comer.    

www.loc.gov/

A nuestro presidente, a la sazón comisario, parece que le sobraba el desparpajo para sacar tajada de aquellos a los que llamaba amigos, valiéndose, sobre todo, de la profunda admiración de estos hacia su afelpada y arrolladora personalidad. Tal era el caso de Stephen Crane. Un joven periodista y escritor, no tendría más de veinticuatro años, cuando tuvo que poner pies en polvorosa, porque, en 1896, la policía de Nueva York lo acusó, injustamente, de posesión de objetos para fumar drogas. Y todo por defender a Dora Clark, una mujer de mal vivir que fue arrestada bajo la acusación, probablemente falsa, de haberle ofrecido a Crane sus servicios. William Randolph Hearst Ciudadano Kane, propietario del New York Journal, parece que lo había enviado al Tenderloin, un barrio de Nueva York, para que fuera a investigar el mundo del hampa, los hachís que se fumaban y la corrupción policial que se estilaba en las noches del Tenderloin. Por cierto que, creo que en San Francisco hay otro Tenderloin tambien de dudosa reputación, ya gentrificado con apartamentos a precio de escándalo. Para los que no sepan inglés, un "tenderloin" es un "filete de solomillo". 

Regresemos al pobre periodista. Crane, que fue a testificar a favor de la detenida en los tribunales, poco o nada sabía de la agenda de su amigo Roosevelt. Desarmar la corrupción del Tammany Hall a la que algunos policías y otros cargos de cierta resonancia habían sucumbido. Cuando la autoridad que se llevó del brazo a Clark lo amenazó con un si "te inmiscuyes en el caso, vas a salir de barro hasta las orejas", Roosevelt enseguida se puso del lado del subalterno, acusando a Crane de ser un hombre de moral dudosa.   

Como Dora Clark acusó al policía que se la llevó detenida y Crane hizo de testigo en su defensa, la policía le registró su domicilio, en el que encontraron accesorios para fumador de opio, pero ni rastro de opio. Por supuesto, la noticia saltó a los periódicos. Con la reputación por los suelos y en los juzgados con la presunción de que había fumado opio con esos artículos, Hearst lo mandó a Florida, y de allí, a Cuba, a cubrir una insurgencia contra España. 

Con un artículo titulado “Do citizens have no duties?”, Los ciudadanos, ¿es que no tienen deberes?, Crane intentó quitarse de encima la mancha que su amigo Roosevelt le colocó, sin conseguirlo. Abrazo de oso.   

lunes, 30 de noviembre de 2020

Aurora y Mary.

Hace unos días, en la Feria del Libro de Miami, asistí a la presentación virtual del libro La madre de Frankestein, de Almudena Grandes. La autora novela la vida de Aurora Rodríguez Carballeira, una mujer dotada de una inteligencia excepcional que saltó a los periódicos por asesinar a su hija, también de inteligencia prodigiosa, en 1933. Su reclusión primero en la cárcel de Ventas y, después en Ciempozuelos hasta 1955, año en el que falleció, me han recordado la vida de otra mujer que, aunque no tenía intención de matar a nadie, de sus manos salieron unos cincuenta fallecimientos. La malhadada Mary Mallon.

Mary salió de Irlanda hacia las Américas atraída, como otros tantos, por mejorar en la vida. Momentáneamente lo consiguió, colocándose de cocinera en unas cuantas casas adineradas de Nueva York de las que siempre acababa huyendo, ya que alguien de la familia a la que servía sus preparados, su helado de melocotón era su plato estrella, al poco de entrar a su servicio, o se ponía enfermo, o fallecía. Así estuvo siete años de casa en casa, de 1900 a 1907,  sin poder explicarse el misterio y la desgracia que la seguían.

Hasta que al señor Thompson, temiendo no poder alquilar la casa porque, ese verano, la hija del señor Warren, el último inquilino, había perdido a su hija con Mallon al frente de la cocina, se le ocurrió contratar los servicios de George Soper, un investigador experto en salud, lo que hoy llamaríamos un epidemiólogo, que, finalmente, dio con Mallon. Mary era portadora asintomática del tifus. Ella nunca contrajo la enfermedad pero, desgraciadamente, sus manos, poco amigas del agua y jabón, y sin vacunas de por medio, eran letales.    

Las autoridades de Nueva York la confinaron a North Brother Island, una isla que hoy es santuario para aves y área protegida que no se puede visitar, pero que por aquel entonces servía para retirar de la circulación a todos aquellos que sufrieran de algún tipo de peste.  


Tras casi tres años de cuarentena, la presión de Mary amenazando con llevarlos a los tribunales y la mano del señor Hearst, propietario del periódico The New York American que fue el primero en divulgar la noticia en junio de 1909, Mary Mallon salió a la calle con la promesa de que nunca volvería a la cocina. Durante algún tiempo Mary cumplió el trato. Estuvo trabajando en lavanderías, pero el sueldo y el prestigio de una cocinera superaba con creces el de la limpiadora. Imposible no recaer. Mary regresó al confinamiento para nunca salir. Ya sin el apoyo económico de Hearst que se había involucrado personalmente en su caso facilitándole sin ningún costo asistencia legal, y con la opinión pública en su contra, ya que en su indulto se le había ocurrido trabajar de cocinera en un hospital, a Mary solo le quedaba resignarse a su destino.

Si hubiera seguido las indicaciones de Eugene H. Porter, inspector de salud del estado de Nueva York, probablemente Mary, a la que los hombres de Hearst apodaban Mary Tifoidea, hubiera podido vadear su suerte. Y si alguien le hubiera dicho que las bacterias se conservan en frío, y que mejor que se ahorrara el helado con melocotón, seguramente hubiera podido continuar en la cocina.

lunes, 12 de diciembre de 2016

William Randolph Hearst con esteroides.

Saturados de pizza, incomestible, con el pizzagate de la semana pasada en Washington, he recordado que Melissa Zimdars, profesora de Comunicaciones en Merrimack College, Massachusetts, sacó el mes pasado una lista con páginas webs que proporcionaban noticias falsas o engañosas.


También el mes pasado, Laura Sydell publicó en npr (National Public Radio) un artículo sobre la creación de noticias falsas.

Jestin Coler, propietario y editor de Disinfomedia, un mundo de noticias falsas, fue el protagonista del artículo. 

De su sello, nos dice Coler, es la noticia de que un agente del FBI fuera asesinado por filtrar los correos electrónicos de Clinton. Era mentira. Su defensa: Esto es lo que la gente quería oír. 

Por lo visto al principio lo que le interesaba era crear una página web que recogiera las voces de la derecha alternativa, publicar historias falsas o engañosas y luego denunciar esas historias públicamente y señalar que eran ficticias. 

También dice que los escritores que trabajan para él han intentado escribir noticias falsas para los demócratas, pero nunca muerden el anzuelo. 

El engorde o adelgazamiento de la noticia haciéndola un bolo alimenticio envenenado no es algo nuevo, pero aún con los efectos electorales encima, parece que su hedor no deja de ensancharse.  

William Randolph Hearst, el magnate de la prensa amarilla cuyo retrato recordamos por Citizen Kane, ya sabía de esto, de la especulación, de la hipérbole y de las verdades a medias, tácticas infalibles. Si hubiera tenido a mano internet, de buen grado se hubiera servido de ella para tratar de convertirnos en miembros de las brigadas de los useful idiots (idiotas útiles). 

A veces, es muy difícil, a mí por lo menos me cuesta horrores, destilar en este fango la ganga de la mena. La noticia que apareció hace unos días en el Washington Post anunciando que la CIA ha descubierto que Rusia metió las manos en las urnas americanas para que Trump llegara a la Casa Blanca me ha dejado con peor cuerpo porque, además de arrimarme contra el paredón de los idiotas útiles, una vez más se confirma que al sensacionalismo y a la falsedad siempre les recubre la misma pátina: poder y odio.

Una exposición libre y abierta de los correos electrónicos de los personajes públicos, incluso la de los mensajes más delicados, parece descabellada. Pero con esta medida, si lo pensamos bien, llevamos las de ganar. Así nos ahorraríamos mucha literatura basura, aunque a estos artistazos se les tocaran los ingresos. Pero estoy segura de que, siendo personas de tantos recursos, enseguida darían con otra gallina a la que pintarle los huevos.

Además, así los rusos y algún que otro americano menudo chasco se llevarían, ¿o no?

Por el momento, me limitaré a devorar the Onion, (la Cebolla), el portal de noticias satíricas. Una de las pocas verdades de las que estoy convencida.