La última ciudad de Pensilvania en la que viví y trabajé no contaba con muchas atracciones. Un pequeño museo ferroviario y una casa habilitada con enseres del siglo pasado con los que se pretendía darle un aire histórico eran todo su capital. Sin embargo, he de decir que la ciudad, antes de venir a menos por la deserción de las ferroviarias, este pequeño punto en el mapa había alcanzado cierta gloria por dos razones que, además, están relacionadas con el aire.
Y digo aire porque aquí es donde se inventó el paracaídas. Ya sabemos que fue en China y luego Leonardo los que lo inventaron. Pero Stefan Banic fue el que recibió la patente, y con patente, se va al final del mundo. Fue en 1914 cuando las Fuerzas Aéreas Americanas lo probaron con éxito. Creo recordar que Banic donó el descubrimiento.
El segundo tiene que ver un aviador, aviadora, para ser exactos. No fue la primera mujer, pero sí la primera que cruzó con éxito el Atlántico. Ruth Elder lo intentó antes que ella pero tuvo que desistir.
Reconozco que por Amelia Earhart, la aviadora nacida en Kansas y desaparecida junto a su compañero Fred Noonan en aguas del Pacífico en 1937, cerca de las islas Nukumanu a bordo de su Lockheed Electra 10E, delirante por dar la vuelta al mundo, siento una debilidad especial. No porque fuera mujer o por la terrible suerte que corrió, algo de eso seguramente habrá, no lo niego, sino porque su presencia era parte de mi día a día.
La vena principal que remonta el campus universitario en el que trabajaba lleva su nombre. Y en la biblioteca, una fotografía enorme de ella te da la bienvenida. Viste una sonrisa discreta, sus asesores de imagen le tenían dicho que no sonriera por el hueco que le quedaba entre las dos palas, y una dedicatoria a la universidad a su izquierda la acompaña. Esta institución a la que, habrán notado, me pasa como al narrador en El Quijote, de cuyo nombre no me quiero acordar, en 1932 entregó a Earhart el título de doctora honoris causa en Ciencias. Supongo que, el hecho de que su padre estudiara aquí, y que su abuelo, el reverendo David Earhart, patrocinara a la institución, sin quitarle por supuesto los méritos a la aviadora, no fueron impedimento.
El día 2 se hubieran cumplido 80 años de su desaparición y el 24 de julio ciento veinte de su nacimiento. Una mujer de espíritu pionero, su destreza, coraje o locura, según cómo se quiera ver, y su manera de afrontar la vida ha sido admirada y denostada por muchos. Algunos la consideraban un producto mediático. Durante un tiempo no hubo artículo de consumo en el que no se hiciese referencia a la aviadora. La llamaban la Lindbergh (Lady Lindy) por el mismo corte de pelo y aspecto desgarbado que tenía el aviador. Su compañero sentimental, el editor George P. Putnam, bien se encargó de venderla. Aunque, desde luego, en este caso, el éxito de Earhart era más que merecido. Las zancadillas que tuvo que aguantar por pertenecer al sexo que no era, y asomar el morro en terreno prohibido, las escaseces económicas para llevar a cabo su ilusión, el divorcio de sus padres, el alcoholismo de este, sus constantes mudanzas o su enfermedad, se dice que volaba con un tubo de drenaje por su sinusitis crónica, no le impidieron llegar a lo más alto.
Hace unos días NBC nos trajo noticias de Amelia y de Fred. Según la cadena televisiva el combo probablemente sobrevivió. Y que, basándose en un estudio de una fotografía, se puede determinar con bastante certeza que son ellos y que fueron capturados por los japoneses.
El día 9 el History Channel emitió un programa especial titulado Amelia Earhart: The Lost Evidence, (Amelia Earhart: la prueba perdida), en el que, con toda seguridad, se defenderán las ideas que Fred Goerner propusiera ya en 1966, en su libro The Search for Amelia Earhart. Que Earhart y Noonan hicieron un aterrizaje de emergencia en el atolón Mili, en las Islas Marshall, y que de allí fueron llevados a Saipan, lugar en el que estuvieron presos. Lo que no sé es si el History Channel sostendrá alguna otra teoría, como la de que Earhart estaba en comisión de servicios haciendo una labor de espionaje para la administración Roosevelt.
Por mi parte, sigo echando de menos aquella sonrisa.