Hoy seguimos tirando del hilo de la filantropía. Hace unas semanas Chuck Feeney, peso pesado de las tiendas duty free, anunciaba que, a sus 89, se había deshecho de casi todo su capital. Desde que comenzara a desprenderse de su dinero, hace cuatro décadas, más de 8 billones de dólares americanos, que no europeos, han ido a parar a organizaciones benéficas. En el 2012, Feeney se quedó con un remanente de un par de millones para él y su esposa. El dinero cedido no lleva nombre, es decir, lo donó de manera anónima.
Y, aunque la generosidad de Feeney no puede ni debe caer en saco roto, quizás quede eclipsada por la de Andrew Carnegie, el magnate y filántropo más importante de su época, que tuvo que vérselas con uno de los peores conflictos laborales que haya visto este país. La huelga en su fábrica de acero, en Homestead. La calle Farragut, en Munhall, abre el cementerio en el que descansan algunas de las víctimas del encarnizado enfrentamiento. Cuesta creer que, el niño escocés que escapara de la pobreza y se instalara en Pittsburgh con su familia, empleándose en lo que pudiera y que, prometiera, como si se tratara de una Escarlata O'Hara, que curaría la pobreza cuando fuera joven, pudiera llegar a dicha infamia.
Lo que sorprende es que la edad no extinguió la llama de este idealismo. Probablemente, el desastroso encontronazo entre los agentes especiales para reventar la revuelta obrera contratados por la famosa Agencia Pinkerton, y los trabajadores de su fábrica en Homestead, fuera lo que acelerara su camino a la filantropía. Y en honor a Carnegie hay que decir que lo labró, aunque su mentalidad capitalista, (el estereotipo dice que en los escoceses esta característica se exacerba), siempre leal al darwinismo social de Herbert Spencer, le jugaba malas pasadas e iba un paso por delante de su corazón de filántropo. Estaba bien darse a la comunidad, pero, para dar, había que recibir. Por eso los regalos de Carnegie eran parciales. Podía ceder el terreno, por ejemplo, pero la comunidad que pretendía su donativo tenía que contribuir con regalo similar. Cuando se trataba de una biblioteca, el escocés-americano solía poner el edificio, pero el pago de los libros salía de las arcas de la comunidad. Con esta contribución parcial, el hombre más rico de su tiempo pretendía grabar en la memoria de la comunidad que solicitaba el regalo dos cosas: que, al participar económicamente en la empresa, también a ella le pertenecía de pleno derecho el regalo, y que, por tanto, debía sentirlo como suyo. Y la segunda, que no olvidara el valor del dinero y de lo que costaba ganarlo. Eso sí, el anonimato no iba con Carnegie y las placas con su nombre lucen en todos los proyectos en los que contribuyó.
Era en 1868, hacía poco que acababa de terminar la Guerra de Secesión, el industrial contaba treinta y tres años, cuando aquel idealismo adolescente volvió a despuntar con fuerza, aunque ya filtrado por la edad. En una carta a sí mismo, Carnegie proponía destinar 5000 dólares anuales, unos 92000 de ahora, para su bolsillo. Lo que le sobrara lo dedicaría a obras benéficas. Y añadía. "Cuanto más soy, más puedo dar". Sin duda, después de Keynes, sobre todo a partir de los años 80 del siglo pasado, una de estas creencias parece haberse invertido y establecido en un "cuanto más me quede, más soy".
Pero Carnegie no se desprende del todo de su careta como brillantísimo magnate, ni siquiera en 1901, cuando le vende a otro gran desconocido, J.P Morgan, la Carnegie Steel Company por 480 millones de dólares de la época para dedicarse a "ser más". Entre medias, en 1889, Carnegie publica El evangelio de la riqueza, un librito con sus pensamientos empresariales. "El hombre de negocios es más inteligente que el hombre común". "La desigualdad es inevitable y hay que aceptarla guste o no". "El que es rico debe dar ejemplo: vivir una vida sin ostentación, modesta. Debe proveer para los suyos, pero moderadamente". Y el conocidísimo "morir rico es morir en desgracia".
Y se mantiene fiel a sus principios. Dos años antes, había firmado un contrato prenupcial con la que sería su esposa en el que le dejaba bien claro su intención de deshacerse de la mayor parte de sus bienes, barrruntando, quizás, que, para construir la paz, nada menos que la mundial, hacia ella empujó su fortuna, debía emplear inmensos recursos.
El hombre que se llevara el contrato del siglo con la Marina estadounidense para construir la Gran flota blanca, buques de guerra encomendados por el presidente Benjamin Harrison con los que luego se dará el paseillo circunvalando el mundo para demostrar su hegemonía militar el que creía su aliado para allanar este camino a la paz, el presidente Teddy Roosevelt, nunca aparcó la idea de que el dinero podía comprarlo todo, incluso la paz. Carnegie tuvo que conformarse con "su atrevimiento de ser más", porque ya sabemos que los políticos son capaces de desbaratar cualquier ilusión. En este caso fue la glotonería de Roosevelt. Carnegie había conseguido que el Kaiser se reuniera con su admiradísimo Roosevelt, pero una cacería/expedición a África subvencionada con su dinero, (el pago de la aventura era condición para el encuentro), dio al traste con sus planes de paz. El encuentro se llevó a cabo a principios de 1910, pero para entonces Roosevelt ya no ocupaba la presidencia de su país.
En 1920 Carnegie ya se había ido de este mundo. Se ahorró el disgusto de ver cómo su país adoptivo, América, decidía no formar parte de la Sociedad de las Naciones. Eso sí. A Woodrow Wilson se le recompensaría con el Nobel de la Paz por haber sido el impulsor de dicha Sociedad.
"Atreverse a ser más". Cosa de filántropos.