Macy's, la famosa patrocinadora de la cabalgata de Acción de Gracias en Nueva York, seguro que nos acordamos de la pequeña Natalie Wood en Milagro en la 34 tirándole de la barba a Santa Claus, ha anunciado que cerrará 68 de sus más de 700 establecimientos.
Y no está sola. También Sears Holdings, la otra vaca sagrada, ha anunciado medidas similares. Ciento ocho Kmart y cuarenta y dos Sears para ser exactos. No voy a entrar en las repercusiones laborales de estas acciones, Macy's va a despedir a más de 10000 empleados y va a centrarse en las ventas por internet y en reforzar las tiendas más productivas. Amazon es el imperio que, de momento, marca la pauta, no hay más que ver la explosión de sus ventas. Todos quieren imitar a Bezos.
Revisando la lista de las tiendas condenadas me he dado cuenta de que he estado en unas cuantas, y, no es de extrañar que la junta directiva de dicha cadena haya anunciado su clausura. Las que conozco se encuentran en el mall, nuestro centro comercial, vaya, y esos moles, están muertos.
Decir que están plagadas de desolación es quedarse corto. De vez en cuando se ve a algún mayor, solo, dando los pasos que puede en el pasillo. Otros, más afortunados, se sientan junto a un parque infantil que ningún niño utiliza. Quizás sea por los precios, 3 dólares el minuto da derecho a una breve galopada a lomos de una jirafa de peluche, motorizada y pigmea.
Los carritos que ocupan el centro del corredor no tienen visitantes, y los chicos que los vigilan, se entretienen mandando mensajes de texto.
Las aglomeraciones propias de los centros comerciales me asquean, pero la soledad de otros debo reconocer que me deprime.
Analizando a conciencia el asunto, he caído en que hay otras consideraciones emocionales que hacen que, la experiencia molística, me desagrade. Es por el efecto reduplicación. Que qué es eso. El famoso déjà vu, a ti te he visto en otra parte y no sé dónde. Pues eso, en el mall, mejor dicho en cada mall, me pasa siempre. Pongamos por caso el Starbucks de turno, insalvable si se quiere ir a Barnes & Noble. El barista o la barista te sirve en una barra que es una réplica, probablemente incluso se encuentre a la misma altura del cliente, ya se esté en Nueva Jersey o en Minesota.
El mobiliario, la disposición de los productos, incluso los aseos, el mismo rollo industrial de papel higiénico. En los malls todo es predecible, visto uno vistos todos. En cuanto se conocen los entresijos de uno, esa información se puede trasladar sin ningún tipo de esfuerzo. El único esfuerzo que debe hacer el consumista es tirar de billetera. Facilidades, las que se quieran. Solo falta ponerle la cucharita en la boca. Y eso es lo que el mall parece que ha hecho de mil amores. Unificar experiencias.
Andrew Wood de San Jose State ha denominado esta unificación "omnitopia", "ámbitos continuamente presentes". Y en esa pertinacia que, el empresario se esfuerza por replicar, solo busca evocar un paraíso de certidumbre y comodidad que no sea disonante con el que el consumista deja en casa.
Obviamente si la experiencia no va a proporcionar satisfacción, mejor no salir. Y es lo que muchos están haciendo. También la falta de tiempo digo yo que influirá. Pero los precios, en teoría más asequibles, y la eliminación de un intermediario que nos puede atender, bien o mal, son los motivos de mayor peso a la hora de decidir si se prefiere hacer las compras desde casa.
La estética exterior también forma parte de ese visto uno vistos todos. A la legua distinguimos si se trata de un McDonalds, un Home Depot o un Target. La singularidad de lo horrible. Módulo, tras módulo, tras módulo. Compartimentalizados, inconfundibles. Retórica arquitectónica sobre el asfalto.
James Howard Kunstler en su espacio el "Engendro del mes" (Eyesore of the month), recoge esta singularidad de la que hablo, no solo la de los centros comerciales, publicando fotografías en las que denuncia edificios inorgánicos que se adhieren al mejor estilo pegote y boñiguil.
Este horror inurbano puede maximizar beneficios, pero, desde luego, el alma no.